MAHLER: EL COMPOSITOR NACIONALISTA DE LA ASIMILACIÓN - ¡Cuánto tiempo ha hecho falta para que salga, no de la sombra, sino del purgatorio! Un purgatorio tenaz que, por mil razones, no le quería dejar libre.
Demasiado director de orquesta y no lo bastante compositor; todo lo más un compositor que no sabe desprenderse del director de orquesta: demasiada habilidad sin la maestría suficiente. ¡Y lo ha confundido todo! De la ópera, que ha dirigido con pasión, no hay rastros directos en su obra; en cambio, en el noble terreno sinfónico ha sembrado profundamente la mala semilla teatral: el sentimentalismo, la vulgaridad, el desorden insolente e insoportable hacen estrepitosa y prolongadamente su aparición en este coto cerrado. Sin embargo, un puñado de admiradores velan por él en el exilio póstumo, cómodamente divididos en dos campos: los progresistas y los conservadores; estos últimos se jactan de ser los verdaderos defensores de una obra que estiman traicionada por los primeros. Y además la equivocación de ser judío en un momento de nacionalismo intenso: reducida al silencio total en su país de origen, la memoria de este «impuro» se va perdiendo hasta casi desaparecer. Y para colmo, el mito al que Bruckner y Mahler vuelven irremisiblemente como los Castor y Pólux de la sinfonía. Después de Beethoven, imposible pasar del número nueve: la dinastía sinfónica está marcada por el destino en cuanto trata de franquear la cifra fatídica (posteriormente, compositores menos dotados han logrado la hazaña...).
¿Qué podía resultar de este desastre?
El recuerdo de un intérprete prodigioso y difícil, riguroso y excéntrico.
La existencia de algunas partituras, las más cortas, fáciles de entender, aceptables. Durante muchos años ha bastado con esto. El apetito sinfónico tradicional se saciaba con otras largas obras menos complejas, menos exigentes. Las escasas audiciones de su obra no conquistaban la adhesión, y dejaban dudas no sólo sobre el valor, sino sobre la calidad de la empresa.
Por otro lado, la modernidad había pasado de largo, relegándole entre los olvidados de un romanticismo superado, sin actualidad, contemplado con auténtica conmiseración. Todo iba a contracorriente en esta música «fin de siglo»: la excesiva abundancia en todo, cuando se tendía, cada vez con más fuerza, hacia una economía de medios.
Abundancia de tiempos, abundancia de instrumentos, abundancia de sentimientos, de gestos..., ¡la forma se solapa bajo estos excesos! ¿Qué valor puede tener una música en la que la relación entre ideas y forma se pierde en el terreno pantanoso de la expresividad?
Llegamos al final de un mundo que se ahoga en riqueza, se asfixia de plétora: la fatuidad, la apoplejía sentimental son lo peor que le puede suceder, y lo mejor. ¡Adiós, romanticismo adiposo y degenerado!
¿Adiós?
Cuando las obras se empecinan en sobrevivir, no hay adiós... ¿Las despedís? ¿Abruptamente? ¡Se empeñan en quedarse! ¡Con arrogancia!
Y así, la depuración, después de haber cumplido su ciclo, deja en su camino algunos esqueletos verdaderos. Pero de este prolongado desprecio surge lo auténtico, nos obliga a reconsiderarlo, nos interroga con insistencia sobre nuestra negligencia.
Culpables o superficiales, ¿qué hemos sido? ¿Tenemos excusa?
Tal como esta obra nos había sido presentada, conservada por manos piadosas, desde luego, pero rapaces —quiero decir desprovistas de esa generosidad que abre el futuro por medio del pasado—, acaparada por la fidelidad (¿en qué momento la fidelidad se convierte en traición?), podí
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