KOLOT: VOCES DE AYER Y DE HOY - Que la realidad supera siempre a la ficción es obvio. Mucho antes de que el novelista norteamericano Dan Brown se convirtiera en un best-seller mundial con su libro (luego película) “El código DaVinci”, una compositora judeo-francesa protagonizó una de las historias más asombrosas en la búsqueda de la música revelada en la Biblia. Si bien el “código Vantoura” no “aventura” hipótesis teológicas sobre la descendencia de Jesús ni sobre la femineidad de Dios, nos adentra por oscuros laberintos de la historia y parece descubrir verdades sonoras olvidadas por la tragedia de la destrucción del Templo de Salomón y el implacable paso del tiempo.
Como todo buen relato, habrá que contarlo desde un principio. “Érase una vez” una talentosa música nacida en París en 1912, cuatro años después de que sus padres sefardíes emigraran desde Turquía. La pequeña Suzanne demostró desde la infancia su talento musical, por lo que no tardó en destacar en el Conservatorio de la capital francesa, recibiendo el primer premio de armonía en 1934, el de fuga en 1938 y una mención honorífica en composición al año siguiente. También fue una excelente organista que estudió con Marcel Dupré. Suzanne, que una vez casada firmó siempre anteponiendo el apellido de su marido al suyo, por lo que se dio a conocer como Haik-Vantoura, estaba en su mejor momento profesional cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y los nazis entraban en el norte de su país, por lo que junto con su familia huyó al sur. Allí, confinada y enfrentada forzosamente a su condición judía, decidió ahondar en dicho legado, dedicando su tiempo al estudio de la música bíblica.
¿Dónde está la partitura con que los cantores litúrgicos judíos de todo el mundo leen los Libros Sagrados? Suzanne acababa de descubrir el enigmático mundo de los ta’amei mikrá, aquellos signos especiales escritos debajo y por encima de las sagradas palabras del Tanaj, el Antiguo Testamento. Oigamos una secuencia de ellos según la entonación sefardí.
Suzanne sabía que la liturgia judía entonaba la lectura sagrada basándose supuestamente en la melodía con que los cohanim, los supremos sacerdotes, leyeron la palabra divina en el Templo de Jerusalén. Pero después de casi dos mil años de diásporas forzadas y persecuciones (como ésta, a la que ella misma se enfrentaba ahora), la salmodia había sufrido múltiples transformaciones, como lo evidencian la multiplicidad de versiones, sin nexo melódico alguno, de los diferentes nusajim, es decir, los estilos regionales de canto litúrgico: sefardí, babilónico, yemenita, ashkenazí lituano o polaco, ashkenazí alemán, italiano… Y todos leyendo los mismos signos, los ta’amei mikrá, como podemos oír en los ejemplos de lectura del inicio del Génesis (tan cercanos geográficamente pero tan lejanos musicalmente) según los nusajim de Grecia, y las versiones italianas de Roma, Turín y Pitigliano.
Estos son los signos que finalmente estableció en el siglo IX la escuela de los masortím de Tiberíades y que han sido universalmente aceptados por todas las comunidades judías del mundo. La palabra ta’am significa en hebreo gusto o sabor, pero también significado, entonación, inteligencia, razón, causa y orden. Los judíos caraítas bizantinos fueron quienes acuñaron el término ta’amei mikrá, aunque algunos siguen refiriéndose a dichos signos como neguinot. Y no fu
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